"Por fin sacó las manos de los bolsillos, se inclinó, abrió la boca dejando
colgar la mandíbula inferior y, con gran esfuerzo, consiguió desenredar una
de las cadenas de la maraña que llevaba en la pechera.
Luego se pinzó los
quevedos en la nariz de un rápido golpe, poniendo la mueca más grotesca,
lanzó una mirada escrutadora al matrimonio y comentó: «¡Ajá!».
Dado que utilizaba esta interjección con una frecuencia extraordinaria,
cabe mencionar aquí que lo hacía de maneras muy distintas y siempre muy
peculiares.
Podía decir «¡ajá!» con la cabeza echada hacia atrás, la nariz
arrugada, la boca muy abierta y agitando las manos en el aire, con un sonido
muy estirado, nasal y metálico que recordaba al sonido de un gong chino...
Y,
por otra parte —dejando al margen todo un abanico de matices—, podía
dejar escapar un «¡ajá!» muy corto y suave, como de pasada, que quizá
resultase aún más gracioso porque pronunciaba unas «aes» muy turbias y
nasales.
El de aquel día fue un «¡ajá!» de los fugaces, alegre y acompañado
de un suave y compulsivo meneo de cabeza que parecía fruto de un humor
excelente..., aunque uno no podía fiarse de aquello, pues era un hecho
probado que, cuanto más alegre y divertido parecía el señor (...),
más peligroso era"