miércoles, 20 de septiembre de 2017

Nuevo capítulo, trabajo propio


Hola estimados,

adjunto nuevo capítulo de mi novela "La firma" en el sitio megustaescribir.com.

Allí pueden encontrar la obra, en curso, desde el primer capítulo.

http://megustaescribir.com/obra/leer/31804/la-firma

Capítulo XIII
El contador ya no transpiraba, al menos visiblemente. Debajo de sus axilas, la camisa manchada con sudor patentaba algunas de las razonables secuelas de aquellos largos, tediosos… interminables minutos vividos en el hotel. Antes de que ingresáramos al mismo ya su cuerpo comenzaba a cubrirse de excreciones dérmicas, pero fue en la habitación, donde la temperatura era por cierto cercana a los 25 grados, donde sus glándulas lo humedecieron por todos lados.
Ahora, con una mirada lánguida dirigida en todo momento hacia adelante, manejaba su bello vehículo por la madrugada brillante de la ciudad. Una niebla liviana cubría las calles, reflectando las luces de los edificios, carteles, automotores, haciendo que el cielo se asemejara a un espejo con imágenes deformes de lo estaba a sus pies.
El directivo de la firma, de vez en cuando, emanaba un suspiro lleno de hastío. Ambos nos manteníamos en silencio, cada uno cobijado por sus propios pensamientos. El audio del equipo se hallaba tan bajo, que era a duras penas audible. Gran favor me hacía, a la vista de su elección de temas (por supuesto que leía los nombres a medida que se reproducían) grabados en ese diminuto pendrive dorado que asomaba apenas del estéreo.
Los asientos del Mercedes, de cuero negro y de un diseño en extremo deportivo, eran ultra cómodos. Uno se sentía abrazado por la butaca, y no lo digo en forma literal. Demonios, eran tan confortables. El contador, acostumbrado a su uso y dadas las circunstancias, no disfrutaba de los mismos. Por momentos sus ojos recorrían la 9mm que lo apuntaba, quizás creyendo que no me percataría de ello. Lo hacía velozmente y volvía su mirada al horizonte que el parabrisas salpicado de una llovizna pasajera le ofrecía.
Por cierto, estábamos dando vueltas “en círculos” alrededor de mis barrios porteños favoritos. Si bien las palabras que usé entre comillas no eran, llevadas a la realidad en estricto sentido, las justas, me doy aquí una licencia ya que se asemejaban bastante a su definición. Recoleta, Palermo, Almagro, Balvanera, Constitución, La Boca (lugar que incomodaba al contador, para mi diversión), San Telmo, Monserrat, Puerto Madero, San Nicolás, y... la vuelta recomenzaba. En la segunda pasada, omitimos Palermo y Almagro, pero insistí en recalar en varios sitios que conocía en La Boca. En oportunidad de la tercera, lo hice recorrer todosy cada uno de los pasajes y callejones del barrio boquense. Les puedo segurar que el viejo estaba aterrado: su conducción era errática, y parecía que no le alcanzaban los ojos para mirar en todas direcciones: los transeúntes nocturnos, sorprendidos por el Benz recorriendo los arrabales, tampoco ayudaban a que el conductor recobrara algo de tranquilidad.
Finalmente y luego de un par de horas de ocio, sentí que era el momento de avanzar con el trabajo encomendado. Casi saliendo de San Telmo, sobre una de sus avenidas principales, hice que se detenga pasando un semáforo cuyas luminarias parecían haber sido recientemente reemplazadas, debido a su notable fulgor. Luego de quitarnos el cinturón, lo llevé paso a paso al baúl del auto. El sabía de su destino y solo trató de oponerse con un lastimoso -No, por favor...- insuficiente, totalmente innecesario. Me miró, y en sus pupilas noté esa avidez perturbada de quien sabe que, en caso de no hacer algo al respecto, puede estar en presencia de los últimos minutos de su vida. Lo había notado en cientos de casos antes, y éste era uno más. Deje los buenos modales de lado: lo tomé del brazo derecho y le puse mi arma entre sus cejas: habló a Dios, a quien desconocía hasta ese instante, aumentando mi ira. Arrojé al suelo los pocos trastos que estaban en el maletero, y a pesar de sus más de cien kilos, lo introduje de un solo empujón sobre el impecable tapizado. Debido a que el tipo intentaba por todos su medios prolongar sus extremidades fuera del auto, no me quedó remedio que mitigar sus movimientos, de la manera más sencilla y ágil: con un golpe seco con la culata de mi pistola en el parietal izquierdo de su pelada cabeza. Fin del asunto.
Lo até de manos y pies con el nudo que ustedes ya conocen, y puse una franela en su boca, encintada por las dudas. Tomé control de la nave, y me dirigí, con la radio en AM y regocijado sobre el asiento de cuero, hacia… lo que piensan es correcto: hacia la cueva.















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