Hola estimados,
adjunto nuevo capítulo de mi novela "La firma" en el sitio megustaescribir.com.
Allí pueden encontrar la obra, en curso, desde el primer capítulo.
http://megustaescribir.com/obra/leer/31804/la-firma
Capítulo
XIII
El
contador ya no transpiraba, al menos visiblemente. Debajo de sus
axilas, la camisa manchada con sudor patentaba algunas de las
razonables secuelas de aquellos largos, tediosos… interminables
minutos vividos en el hotel. Antes de que ingresáramos al mismo ya
su cuerpo comenzaba a cubrirse de excreciones dérmicas, pero fue en
la habitación, donde la temperatura era por cierto cercana a los 25
grados, donde sus glándulas lo humedecieron por todos lados.
Ahora,
con una mirada lánguida dirigida en todo momento hacia adelante,
manejaba su bello vehículo por la madrugada brillante de la ciudad.
Una niebla liviana cubría las calles, reflectando las luces de los
edificios, carteles, automotores, haciendo que el cielo se asemejara
a un espejo con imágenes deformes de lo estaba a sus pies.
El
directivo de la firma, de vez en cuando, emanaba un suspiro lleno de
hastío. Ambos nos manteníamos en silencio, cada uno cobijado por
sus propios pensamientos. El audio del equipo se hallaba tan bajo,
que era a duras penas audible. Gran favor me hacía, a la vista de su
elección de temas (por supuesto que leía los nombres a medida que
se reproducían) grabados en ese diminuto pendrive dorado que asomaba
apenas del estéreo.
Los
asientos del Mercedes, de cuero negro y de un diseño en extremo
deportivo, eran ultra cómodos. Uno se sentía abrazado por la
butaca, y no lo digo en forma literal. Demonios, eran tan
confortables. El contador, acostumbrado a su uso y dadas las
circunstancias, no disfrutaba de los mismos. Por momentos sus ojos
recorrían la 9mm que lo apuntaba, quizás creyendo que no me
percataría de ello. Lo hacía velozmente y volvía su mirada al
horizonte que el parabrisas salpicado de una llovizna pasajera le
ofrecía.
Por
cierto, estábamos dando vueltas “en círculos” alrededor de mis
barrios porteños favoritos. Si bien las palabras que usé entre
comillas no eran, llevadas a la realidad en estricto sentido, las
justas, me doy aquí una licencia ya que se asemejaban bastante a su
definición. Recoleta, Palermo, Almagro, Balvanera, Constitución, La
Boca (lugar que incomodaba al contador, para mi diversión), San
Telmo, Monserrat, Puerto Madero, San Nicolás, y... la vuelta
recomenzaba. En la segunda pasada, omitimos Palermo y Almagro, pero
insistí en recalar en varios sitios que conocía en La Boca. En
oportunidad de la tercera, lo hice recorrer todosy cada uno de los
pasajes y callejones del barrio boquense. Les puedo segurar que el
viejo estaba aterrado: su conducción era errática, y parecía que
no le alcanzaban los ojos para mirar en todas direcciones: los
transeúntes nocturnos, sorprendidos por el Benz recorriendo los
arrabales, tampoco ayudaban a que el conductor recobrara algo de
tranquilidad.
Finalmente
y luego de un par de horas de ocio, sentí que era el momento de
avanzar con el trabajo encomendado. Casi saliendo de San Telmo, sobre
una de sus avenidas principales, hice que se detenga pasando un
semáforo cuyas luminarias parecían haber sido recientemente
reemplazadas, debido a su notable fulgor. Luego de quitarnos el
cinturón, lo llevé paso a paso al baúl del auto. El sabía de su
destino y solo trató de oponerse con un lastimoso -No, por favor...-
insuficiente, totalmente innecesario. Me miró, y en sus pupilas noté
esa avidez perturbada de quien sabe que, en caso de no hacer algo al
respecto, puede estar en presencia de los últimos minutos de su
vida. Lo había notado en cientos de casos antes, y éste era uno
más. Deje los buenos modales de lado: lo tomé del brazo derecho y
le puse mi arma entre sus cejas: habló a Dios, a quien desconocía
hasta ese instante, aumentando mi ira. Arrojé al suelo los pocos
trastos que estaban en el maletero, y a pesar de sus más de cien
kilos, lo introduje de un solo empujón sobre el impecable tapizado.
Debido a que el tipo intentaba por todos su medios prolongar sus
extremidades fuera del auto, no me quedó remedio que mitigar sus
movimientos, de la manera más sencilla y ágil: con un golpe seco
con la culata de mi pistola en el parietal izquierdo de su pelada
cabeza. Fin del asunto.
Lo
até de manos y pies con el nudo que ustedes ya conocen, y puse una
franela en su boca, encintada por las dudas. Tomé control de la
nave, y me dirigí, con la radio en AM y regocijado sobre el asiento
de cuero, hacia… lo que piensan es correcto: hacia la cueva.
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